miércoles, 29 de septiembre de 2010

Turandot

Dos décadas después de Madama Butterfly, Puccini volvía al Extremo Oriente- en esta ocasión, China- para desarrollar la que fue su obra póstuma, Turandot. Una ópera que gozó de una gran aceptación desde su peculiar estreno en 1926, dos años después de la muerte del compositor en Bruselas. La evolución de las anteriores obras de Puccini culminó en una ópera de tal belleza como lo atestiguan esos fragmentos que han sobrepasado la línea de la ópera para llegar al gran público: "Nessun dorma", "In questa reggia" o "Signore, ascolta". Destaca la repercusión del aria de tenor gracias a su aparición en galas mundialmente conocidas -Los Tres Tenores- o en la película de Amenábar, "Mar Adentro" . Sin embargo, es en la argumentación donde destaca la ópera.

"Turandot" se estrenó en la Scala de Milán el 25 de abril de 1926 con la particular anécdota de que el propio director, Arturo Toscanini, en la escena de la muerte de Liù, paró la orquesta y se dirigió a los asistentes al estreno diciéndoles que "Aquí se acaba la ópera del maestro, es en esta página cuando murió". El resto de la ópera fue compuesto, a partir de bocetos, por Franco Alfano, que respetó las ideas de Puccini. Entre los cantantes del estreno milanés destacó la presencia de Miguel Fleta.

El libreto correspondió a Giuseppe Adami y Renato Simoni a partir de la obra de Carlo Gozzi.

ACTO I
-Muros de la ciudad Imperial de Pekín-

La ópera empieza con el edicto que nos desvela la trama de la ópera ("Popolo de Pekino"... Pueblo de Pekín) donde se establece que la princesa se casará con aquel príncipe que sea capaz de desvelar los tres enigmas que ella propondrá; en caso contrario, morirá. Una vez dicho esto, el mandarín informa que el último pretendiente, el Príncipe de Persia, morirá con la salida de la luna. El pueblo acude con insospechada alegría al palacio ("Muoia, sì, muoia"). Entre toda la gente reunida se ve a un ciego acompañado de una guía; dicho ciego cae y, ante los gritos de auxilio de ella para que la ayuden a levantarlo, aparece alguien que lo reconoce como su padre ("O padre, sì, ti ritrovo"). El ciego, antiguo rey exiliado llamado Timur, le comenta que, tras perder la batalla, ella fue su guía y mendigaba por él; ante tal gesto noble, el príncipe preguntó a la esclava el porqué de esos actos a lo que ella responde que todo se debe "a que un día me sonrío en el palacio". En ese momento, el pueblo asistente clama fervientemente "sangre" ("Gira la cote") y pide que surja la luna ("Perchè tarda la luna?") en un tono más coral donde los tenores se van intercalando con sopranos, bajos...hasta que aparece el verdugo Pu-Tin- Pao. Sin embargo, la reacción del pueblo muta con la visión del príncipe de Persia y pide piedad para el joven (O giovanotto!Grazia,grazia...O jovencito, gracia, gracia). A ellos se une el príncipe desconocido (a partir de ahora llamaré así al hijo del rey ciego Timur) a la hora de pedir piedad para el condenado pero la aparición de Turandot cambia las maldiciones del príncipe ("ch'io ti veda e ch'io ti maledica") por unas exclamaciones de alguien completamente enamorado (O divina bellezza! O meraviglia!).Tanto su padre como la esclava tratan de quitarle la idea de optar por ella. Ni siquiera el grito del condenado llamando a Turandot en la hora de su muerte convence al príncipe desconocido para abandonar. Cuando está dispuesto a golpear el gong las tres veces le cortan el paso los tres ministros del Emperador (Fermo! Che fai?T'arresta!..., Alto, ¿qué haces? párate). Los tres ministros-Ping, Pang y Pong- tratan de convencerlo de que no vale la pena arriesgar la vida por Turandot cuando, al fin y al cabo, es una "mujer con una cara, dos brazos y dos piernas como el resto". Como una especie de tregua ante semejante repertorio de "motivos" para evitar que el príncipe desconocido siga con la idea de Turandot aparecen las sirvientas de Turandot pidiendo silencio (Silenzio,olà) así como las sombras de los condenados por el amor de la princesa de hielo en las que se nota el tono más pausado. Liù se une, a petición de Timur, para pedirle al príncipe que reconsidere su idea (Signore, ascolta!) en un aria que se apodera del oyente tanto por el dramatismo como por la belleza musical. El príncipe desconocido le responde (Non piangere,Liù) en el que le pide a ella que no abandone a su padre mientras ella no puede evitar que él esté magnetizado por la fuerza de Turandot (Nessuno più ascolto!...no escucho a nadie). El brillante final (ah,per l'ultima volta!) acaba, pues, con el célebre "Turandot!" exclamado por el príncipe hasta tres veces y golpeando el gong que le convierte en el candidato al amor de la princesa ante el pueblo aglomerado.

ACTO II
Cuadro I
-Pabellón cercano al palacio del Emperador-


Quizás es el acto en el que se note más esa musicalidad oriental, bien en la conversación entre los tres ministros del emperador, bien en esa escena impresionante del palacio del emperador en lo que es el segundo cuadro. Cómo decíamos, la conversación de Ping, Pang y Pong (Olà Pang, olà Pong!) consigue aligerar la tensión del final del primer acto con un tono melódico bien diferenciado según el momento. Así, vemos una parte de diálogo ágil (O China, o China) en el que van recordando el destino terrible de China desde que nació Turandot, los diferentes pretendientes "peculiares"( O Mondo!) y, entre ambas escenas, la evocadora "Ho una casa nell'Honan" en un sublime trío en el que los ministros van recordando sus respectivas zonas de descanso y sus deseos de volver... si no fuera porque debían mantenerse en Pekín por la princesa. La culminación del primer cuadro llega de la mano de ese "Addio,amore, addio,razza!" en el que los tres ministros cantan al unísono imaginando un feliz desenlace, cómo prepararían los esponsales y deseando que el amor devuelva la paz a la China (Gloria,gloria al bel corpo discinto"... Gloria al bello cuerpo desnudo).Desde el Palacio Verde les llaman para que se presenten para el "enésimo suplicio" con lo que sirve de nexo para dar lugar al segundo cuadro

Cuadro II
-Palacio del Emperador-

Llegan los tres ministros al palacio donde les recibe el público expectante por la resolución de los enigmas ("Gravi,enormi ed imponenti"...graves, enormes e imponentes). El Emperador, aclamado por el pueblo, trata de convencer al príncipe desconocido para que renuncie a seguir con esa locura "que ensucia de sangre su cetro" y por el que no quiere "cargar con el peso de su joven vida". El mandarín, como algo rutinario, repite la cantinela del principio de la obra, recordando que aquel que no supere los enigmas deberá poner su cabeza debajo del hacha.

Turandot, que no ha aparecido en toda la ópera salvo para sentenciar con un gesto al príncipe de Persia al principio del acto I, tiene su primera intervención con un aria que revela su carácter duro y frío ("In questa Reggia"... En este palacio) donde revive el dramático fin de la princesa Lou-Ling, violada por un extranjero, y que, ahora, Turandot quiere vengar. En un aria imponente, de gran fuerza dramática, la colaboración del coro es secundaria pero no le quita belleza sino que la complementa. El príncipe, que escucha como Turandot le pide que "no tiente la fortuna", insiste en su intención de resolver los tres enigmas; uno a uno, el príncipe los va resolviendo ante el aplauso del público presente ("Gloria,gloria, o vincitore"). Cuando se resuelve el tercer enigma surge la sorpresa: la princesa pide que "no se le entregue en los brazos del extranjero" como una "esclava, muerta de vergüenza"; todo esto es acompañado por la gran belleza de la melodía pucciniana en la que la voz de la soprano se une formando una gran armonía . El príncipe, que prefiere que la princesa no se muestre hostil, le sugiere que resuelva un enigma: si dice su nombre antes del alba ("Tre enigmi m'hai proposto"..."Dimmi il mio nome"...Tres enigmas me has propuesto...Dime mi nombre), él morirá. Ella acepta esta solución mientras que el Emperador, harto de tanta muerte, le desea suerte.

ACTO III
Cuadro 1
-Jardines del Palacio- Noche

Los heraldos anticipan el aria del príncipe cuando desvelan la orden de Turandot: "Nadie duerma en Pekín. Pena de muerte salvo que el nombre del príncipe desconocido sea revelado". El aria "Nessun Dorma", como anticipábamos en la introducción, es lo más emblemático de esta ópera. Su belleza es reconocida dentro y fuera del mundo de la ópera. No es extraño que les insista que aprovechen las actuales tecnologías (CD/DVD) y escuchen este aria, incluso antes de ponerse a ver/escuchar el resto, puesto que les dispondrá de forma positiva. Los tres ministros irrumpen (Tu, che sguardi!) con el objetivo de convencerlo de que abandone la idea de tener a Turandot presentándole mujeres bellas, dinero o imperios fabulosos pero el príncipe niega tales bienes ya que sigue queriendo a la princesa mientras que el pueblo, amenazado por ella, se muestra adverso; visto que no es el camino, le traen a su padre- recordemos que es el rey Timur que aparece en el acto I- y a la esclava Liù bajo amenaza de tortura para que el príncipe diga su nombre. Llega la princesa y Ping le cuenta la intención de empezar la tortura (Principessa!).Este momento es clave en la ópera puesto que Liù se convierte en la verdadera protagonista: declara que sabe el nombre pero niega revelar el secreto puesto que quiere "poseerlo ella sola"; se muestra fuerte ante la tortura y su aria "Tanto amore segreto, e inconfesato", en el que desvela todo el sacrificio dispuesto a realizar por ella, es un ejemplo de la gran serenidad de una persona dispuesta a morir por no decir el nombre del príncipe; eso sí, sin dejar de advertir que la princesa acabaría cediendo al amor del desconocido ("Tu , che di gel sei cinta"). La muerte de Liù, unida al presagio de Timur, cambia la actitud de los tres ministros y del pueblo que, hasta entonces, estaba ofuscado y que deviene compasivo ("Liù, sorgi!,sorgi!"). Cuando todos se han marchado, el príncipe recrimina el porte frío de la princesa, recordando la sangre derramada ("Principessa di gelo!"), y afirmando rotundamente que todo ese " tu hielo es mentira". Ella le confiesa sus sensaciones cuando le vio por primera vez ("Del primo pianto") y cómo había vencido él, no con la prueba, sino con "esa fiebre que me viene de ti"... pero pidiendo que no siga más con el intento de tenerla en sus brazos ("Vittoria più grande non voler"). Al final, el príncipe acaba resignado y decide revelarle el nombre: "Io son Kalaf,figlio di Timur" mientras suenan las trompetas desde el Palacio.

Cuadro 2
-Palacio-

Tras la aclamación del pueblo al Emperador llega el momento en el que Turandot debe desvelar el nombre del príncipe extranjero: "Il suo nome è ...Amor", dice ella. El pueblo se muestra exultante de que la princesa haya alcanzado el amor y lo celebra ("Amor! O sole!, vita!,eternità!") en un final bastante emotivo.

sábado, 15 de agosto de 2009

El Bosco

sus pinturas

http://www.spanisharts.com/prado/e_bosch.htm

http://www.elboscomovie.com/ (no dejen de ver este)

Estilo

El jardín de las Delicias.

Pese a ser casi coetáneo de Jan Van Eyck, sus figuraciones y técnicas son notablemente diferentes. Técnicamente pintaba alla prima, es decir, con la primera pincelada de óleo, sin demasiados retoques ni pinceladas. Sin embargo, el análisis de cada una de sus obras demuestra que hacía un concienzudo y detallado proyecto antes de la ejecución; innova, asimismo, en la gama de colores, con tonalidades más contrastadas y atrevidas.

En cuanto a la figuración, El Bosco se destaca por representar a personajes santos como sujetos comunes y vulnerables (total diferencia en esto con Van Eyck, y en cambio mucha similitud con Matthias Grünewald). Es tan patética la vulnerabilidad de los personajes santos representados que les hace queridos por empatía. Prácticamente todos los personajes que representa tienen algo de caricatura.

Lo que quizás primero llama la atención de todo aquel que observa una obra de 'El Bosco' es su "surrealismo" -avant la lettre- sintetizado con el típico expresionismo teutónico.

En sus obras abunda el sarcasmo y la imaginería de tipo onírico, y lo grotesco. Una de las explicaciones para esto es que 'El Bosco' aún se encuentra imbuido por la cosmovisión medieval repleta de la creencia en hechiceras, la alquimia, la magia, los bestiarios, los tesaurus, las hagiografías... Además, en el 1500 abundaron los rumores apocalípticos. Esto influye para que 'El Bosco' intente desde sus pinturas dar un mensaje moralista, si bien de un moralismo nada pacato sino, por el contrario, satírico; y si 'El Bosco', tiene mucho de medieval, por otra parte nos anticipa al humanismo de la Edad Moderna.

Tras su muerte, el rey Felipe II de España, conociendo la colección que de las obras de 'El Bosco' había hecho Felipe de Guevara, se interesó por su obra, adquiriendo varias de sus pinturas; la atracción que Felipe II tenía por las obras de 'El Bosco' es curiosa: en su dormitorio del Monasterio de El Escorial mantenía al célebre Jardín de Las Delicias.

Ha influido en pintores casi contemporáneos suyos, tales como Pieter Brueghel el Viejo, y Pieter Huys. En el siglo XX es notorio su influjo en expresionistas como James Ensor, o surrealistas como Max Ernst y Dalí.

El Bosco

abajo hay enlaces sobre su pintura.
Los invito a visitar el museo Del Prado, que ahora tiene visitas virtuales:

www.museodelprado.es

allí podrán encontrar su obra El jardín de las delicias.
No dejen de entrar a la parte interactiva, muy divertida, denle clic en la parte iquierda de la portada inicial que dice pradoplay

..."la poesía sigue siendo la mejor posibilidad humana de operar un encuentro que nadie describió mejor que Lautréamont y que puede hacer del hombre el laboratorio central de donde alguna vez saldrá lo definitivamente humano, a menos que antes no nos hayamos ido todos al quinto carajo".
Julio Cortázar

El Bosco de Rafael Alberti

El Diablo hocicudo,
ojipelambrudo,
cornicapricudo,
perniculimbrudo
y rabudo,
zorrea,
pajarea,
mosquiconejea,
humea,
ventea,
peditrompetea
por un embudo.
        Amar y danzar,
        beber y saltar,
        cantar y reír,
        oler y tocar,
        comer, fornicar,
        dormir y dormir,
        llorar y llorar.
Mandroque, mandroque,
diablo palitroque,
        ¡Pío, pío, pío!
        Cabalgo y me río,
        me monto en un gallo
        y en un puercoespín,
        en burro, en caballo,
        en camello, en oso,
        en rana, en raposo
        y en un cornetín.
Verijo, verijo,
diablo garavijo.
        ¡Amor hortelano,
        desnudo, oh verano!
        Jardín del Amor.
        En un pie el manzano
        y en cuatro la flor.
        (Y sus amadores,
        céfiros y flores
        y aves por el ano.)
Virojo, pirojo,
diablo trampantojo.

El diablo liebre,
tiebre,
notiebre,
sepilipitiebre,
y su comitiva
chiva,
estiva,
sipilipitriva,
cala,
empala,
desala,
traspala,
apuñala
con su lavativa.
        Barrigas, narices,
        lagartos, lombrices,
        delfines volantes,
        orejas rodantes,
        ojos boquiabiertos,
        escobas perdidas,
        barcas aturdidas,
        vómitos, heridas,
        muertos.
Predica, predica,
diablo pilindrica.
        Saltan escaleras,
        corren tapaderas,
        revientan calderas.
        En los orinales
        letales, mortales,
        los más infernales
        pingajos, zancajos,
        tristes espantajos
        finales.
Guadaña, guadaña,
diablo telaraña.
        El beleño,
        el sueño,
        el impuro,
        oscuro,
        seguro
        botín,
        el llanto,
        el espanto
        y el diente
        crujiente
        sin
        fin.
Pintor en desvelo:
tu paleta vuela al cielo,
y en un cuerno,
tu pincel baja al infierno.

http://www.youtube.com/watch?v=hrQQSrR5q0I

http://www.youtube.com/watch?v=vTam4vjToLw&feature=related

La mesa de los pecados capitales

http://www.youtube.com/watch?v=c39tC9cel0M&feature=fvw

análisis de su obra Carro de Heno:

http://itinerariosenelarte.blogspot.com/2008/10/el-bosco-el-carro-de-heno-1485-1490.html

Influyó en la pintura de Ensor:

http://arteyartistas.org/2009/03/30/james-ensor-1860-1949/

La condición humana, de André Malraux

ABRIL DE 1999

Extemporáneos


por Mario Vargas Llosa


Personaje contradictorio, amante del oropel y los himnos, gran escritor y autor de un clásico moderno, André Malraux vivió con inusitada fuerza este siglo. En 1996, a raíz de su ingreso en el Panteón, se desató una cacería en su contra por el pensamiento políticamente correcto. Vargas Llosa sale ahora en su defensa.

Cuando, en noviembre de 1996, el gobierno francés decidió trasladar al Panteón los restos de André Malraux, como contrapunto a los homenajes montados en su honor por el presidente Jacques Chirac y sus partidarios, una severísima reacción crítica de su obra tuvo lugar en Estados Unidos y en Europa. Una revisión que, en algunos casos, consistió en un linchamiento literario. Véase, como ejemplo, el feroz artículo en The New York Review of Books —barómetro de la corrección política intelectual en el mundo anglosajón— de una pluma tan respetable como la de Simon Leys. De creerles a él y otros críticos, Malraux fue un escritor sobrevalorado, mediocre novelista y ensayista lenguaraz y jactancioso, de estilo declamatorio, cuyas delirantes afirmaciones histórico-filosóficas en sus ensayos estéticos representaban un fuego de artificio, el ilusionismo de un charlatán.
Discrepo de esa injusta, y, creo, prejuiciada visión de la obra de Malraux. Es verdad, había en él cierta predisposición a la palabrería de lujo —vicio congénito a la tradición literaria francesa—, y, a veces, en sus ensayos sobre el arte, incurrió en el efectismo retórico, la tramposa oscuridad (como muchos de sus colegas, por lo demás). Pero hay charlatanes y charlatanes. Malraux lo fue en la más alta acepción posible de ese lucimiento retórico, con una dosis tan potente de inteligencia y cultura que, a menudo, en su caso el vicio mudaba en virtud. Aun cuando no dijera nada la tumultuosa prosa que escribía, como ocurre en páginas de Las voces del silencio, lo decía con tanta belleza que ese vacío enredado en palabras resultaba subyugante. Pero si, como crítico, pecó a veces de la palabrería, como novelista fue un modelo de eficacia y precisión. Entre sus novelas, figura una de las más admirables de este siglo: La condición humana
Desde que la leí, de corrido, en una sola noche, y, por un libro de Pierre de Boisdeffre, conocí algo de su autor, supe que la vida que hubiera querido tener era la de Malraux. Lo seguí pensando en los años sesenta, en Francia, cuando me tocó informar como periodista sobre los empeños, polémicas y discursos del Ministro de Asuntos Culturales de la Quinta República, y lo pienso cada vez que leo sus testimonios autobiográficos o las biografías que, luego de la de Jean Lacouture, han aparecido en los últimos años con nuevos datos sobre su vida, una vida tan fecunda y dramática como la de los grandes aventureros que fraguó.
Soy también fetichista literario y de los escritores que admiro me encanta saberlo todo: lo que hicieron, lo que no hicieron, lo que les atribuyeron amigos y enemigos y lo que ellos mismos se inventaron, a fin de no defraudar a la posteridad. Estoy, pues, colmado con la fantástica efusión pública de revelaciones, infidencias, delaciones y chismografías que en estos momentos robustecen la ya riquísima mitología de André Malraux, quien, como si no hubiera bastado ser un sobresaliente escribidor, se las arregló, en sus 75 años de vida (1901-1976), para estar presente, a menudo en roles estelares, en los grandes acontecimientos de su siglo —la Revolución China, las luchas anticolonialistas del Asia, el movimiento antifascista europeo, la guerra de España, la resistencia contra el nazismo, la descolonización y reforma de Francia bajo De Gaulle— y dejar una marca en el rostro de
su tiempo.
Fue compañero de viaje de los comunistas y nacionalista ferviente; editor de pornografía clandestina; jugador a la Bolsa, donde se hizo rico y arruinó (dilapidando todo el dinero de su mujer) en el curso de pocos meses; saqueador de estatuas del templo de Banteal-Sreï, en Camboya, por lo que fue condenado a tres años de cárcel (su precoz prestigio literario le ganó una amnistía); conspirador anticolonialista en Saigón; animador de revistas de vanguardia y promotor del expresionismo alemán, del cubismo y de todos los experimentos plásticos y poéticos de los años veinte y treinta; uno de los primeros analistas y teóricos del cine; testigo implicado en las huelgas revolucionarias de Cantón del año 1925; gestor y protagonista de una expedición (en un monomotor de juguete) a Arabia, en busca de la capital de la Reina de Saba; intelectual comprometido y figura descollante en todos los congresos y organizaciones de artistas y escritores europeos antifascistas en los años treinta; organizador de la escuadrilla España (que después se llamaría André Malraux) en defensa de la República, durante la guerra civil española; héroe de la resistencia francesa y coronel de la brigada Alsacia Lorena; colaborador político y ministro en todos los gobiernos del general De Gaulle, a quien, desde que lo conoció en agosto de 1945 hasta su muerte, profesó una admiración cuasi religiosa.
Esta vida es tan intensa y múltiple como contradictoria, y de ella se pueden extraer materiales para defender los gustos e ideologías más enconadamente hostiles. Sobre lo que no cabe duda es que en ella se dio esa rarísima alianza entre pensamiento y acción, y en el grado más alto, pues quien participaba con tanto brío en las grandes hazañas y desgracias de su tiempo, era un ser dotado de lucidez y vigor creativo fuera de lo común, que le permitían tomar una distancia inteligente con la experiencia vivida y trasmutarla en reflexión crítica y vigorosas ficciones. Un puñado de escritores contemporáneos suyos estuvieron, también, como Malraux, metidos hasta el tuétano en la historia viviente: Orwell, Koestler, T.E. Lawrence. Los tres escribieron admirables ensayos sobre esa actualidad trágica que absorbieron en sus propias vidas hasta las heces; pero ninguno lo hizo, en la ficción, con el talento de Malraux. Todas sus novelas son excelentes, aunque a La esperanza le sobren páginas y a Los conquistadores, La vía real y El tiempo del desprecioLa condición humana es una obra maestra, digna de ser citada junto a las que escribieron Joyce, Proust, Faulkner, Thomas Mann o Kafka, como una de las más fulgurantes creaciones de nuestra época. Lo digo con la tranquila seguridad de quien la ha leído por lo menos media docena de veces, sintiendo, cada vez, el mismo estremecimiento agónico del terrorista Tchen antes de clavar el cuchillo en su víctima dormida y lágrimas en los ojos por el gesto de grandeza final de Katow, cuando cede su pastilla de cianuro a los dos jóvenes chinos condenados, como él, por los torturadores del Kuomintang, a ser quemados vivos. Todo es, en ese libro, perfecto: la historia épica, sazonada de toques románticos; el contraste entre la aventura personal y el debate ideológico colectivo; las psicologías y culturas enfrentadas de los personajes y las payasadas del barón de Clappique, que pespuntan de extravagancia y absurdo —es decir, de imprevisibilidad y libertad—, una vida que, de otro modo, podría parecer excesivamente lógica; pero, sobre todo, la eficacia de la prosa sincopada, reducida a un mínimo esencial, que obliga al lector a ejercitar su fantasía todo el tiempo para llenar los espacios apenas sugeridos en los diálogos y descripciones.
La condición humana está basada en una revolución real, que tuvo lugar en 1927, en Shangai, del Partido Comunista chino y su aliado, el Kuomintang, contra "Los Señores de la Guerra", como se llamaba a los autócratas militares que gobernaban esa China descuartizada, en la que las potencias occidentales habían obtenido, por la fuerza o la corrupción, enclaves coloniales. Esta revolución fue dirigida por un enviado de Mao, Chou-En-Lai, en quien está inspirado, en parte, el personaje de Kyo. Pero, a diferencia de éste, Chou-En-Lai no murió cuando, luego de derrotar al gobierno militar, el Kuomintang de Chang Kai-Shek se volvió contra sus aliados comunistas y, como describe la novela, los reprimió con salvajismo; consiguió huir y reunirse con Mao, a quien acompañaría en la Gran Marcha y secundaría como lugarteniente el resto de su vida.
Malraux no estuvo en Shangai en la época de los sucesos que narra (que inventa); pero sí en Cantón, durante las huelgas insurreccionales del año 1925 y fue amigo y colaborador (nunca se ha establecido con certeza hasta qué punto) de Borodín, el enviado de la Komintern (en otras palabras, de Stalin) para tutelar el movimiento comunista en China. Esta experiencia le sirvió, sin duda, para impregnar esa sensación de cosa "vivida" a los memorables asaltos y combates callejeros de la novela. Desde el punto de vista ideológico, La condición humana es procomunista, sin la menor ambigüedad. Pero no estalinista, sino, más bien, trotskista, pues la historia condena explícitamente las órdenes venidas de Moscú, e impuestas a los comunistas chinos por los burócratas de la Komintern, de entregar las armas a Chang Kai-Shek, en vez de esconderlas para defenderse cuando sus aliados del Kuomintang dejaran de serlo. No olvidemos que estos episodios suceden en China mientras en la URSS seguía arreciando el gran debate entre estalinistas y trotskistas (aunque ya había empezado el exterminio de éstos) sobre la revolución permanente o el comunismo en un solo país.
Pero una lectura ideológica o sólo política de la novela soslayaría lo principal: el mundo que crea de pies a cabeza, un mundo que debe mucho más a la imaginación y la fuerza convulsiva del relato que a los episodios históricos que le sirven de materia prima.
Más que una novela, el lector asiste a una tragedia clásica, incrustada en el mundo moderno. Un grupo de hombres (y una sola mujer, May, que en el mundo esencialmente misógino de Malraux es apenas una silueta algo más insinuada que la de Valery y las cortesanas que hacen de telón de fondo), venidos de diversos horizontes, combaten contra un enemigo superior para —lo dice Kyo— "devolver la dignidad" a aquellos por quienes combaten: los miserables, los humillados, los explotados, los esclavos rurales e industriales. En esta lucha, a la vez que son derrotados y perecen, Kyo, Tchen, Katow, alcanzan una valencia moral más elevada, una grandeza que expresa, en su más alta instancia, "la condición humana". (1933). les falten.

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)La vida no es así, y, desde luego, las revoluciones no están hechas de nobles y viles acciones distribuidas rectilíneamente entre los combatientes de ambos bandos.

Que este esquematismo político y ético, que en cualquiera de las ficciones edificantes que produjo el realismo socialista hubiera hecho que el libro se nos cayera de las manos, en La condición humana nos convenza de su verdad, significa que Malraux era capaz, como todos los grandes creadores, de hacer pasar gato por liebre, enmascarando sus visiones con una apariencia irresistible de realidad.
En verdad, ni las revoluciones de carne y hueso son tan limpias, ni los revolucionarios lucen, en el mundo de grises y mezclas en que nos movemos los mortales, tan puros, coherentes, valientes y sacrificados como en las turbulentas páginas de la novela. ¿Por qué nos sugestionan tanto, entonces? ¿Por qué nos admiramos y sufrimos cuando Katow, encallecido aventurero, acepta una muerte atroz por su acción generosa, o cuando volamos hechos pedazos, con Tchen, debajo del auto en el que no estaba Chang Kai-Shek? ¿Por qué, si esos personajes son mentiras? Porque ellos encarnan un ideal universal, la aspiración suprema de la perfección y el absoluto que anida en el corazón humano. Pero, todavía más, porque la destreza del narrador es tan consumada que logra persuadirnos de la verosimilitud íntima de esos ángeles laicos, de esos santos a los que ha bajado del cielo y convertido en mortales del común, héroes que parecen nada más y nada menos que cualquiera de nosotros.
La novela es de una soberbia concisión. Las escuetas descripciones muchas veces transpiran de los diálogos y reflexiones de los personajes, rápidas pinceladas que bastan para crear ese deprimente paisaje urbano: la populosa Shangai hirviendo de alambradas, barrida por el humo de las fábricas y la lluvia, donde el hambre, la promiscuidad y las peores crueldades coexisten con la generosidad, la fraternidad y el heroísmo. Breve, cortante, el estilo nunca dice nada de más, siempre de menos. Cada episodio es como la punta de un iceberg, pero emite tantas radiaciones de significado que la imaginación del lector reconstruye sin dificultad, a partir de esa semilla, la totalidad de la acción, el lugar en que ocurre, así como los complejos anímicos y las motivaciones secretas de los protagonistas. Este método sintético da notable densidad a la novela y potencia su aliento épico. Las secuencias de acciones callejeras, como la captura del puesto policial por Tchen y los suyos, al principio, y la caída de la trinchera donde se han refugiado Katow y los comunistas, al final, pequeñas obras maestras de tensión, equilibrio, expectativa, mantienen en vilo al lector. En estos y algunos otros episodios de La condición humana hay una visualidad cinematográfica parecida a la que lograba, en esos mismos años, en sus mejores relatos, John
Dos Passos.
Un exceso de inteligencia suele ser mortífero en una novela, pues conspira contra su poder de persuasión, que debe fingir la vida, la realidad, donde la inteligencia suele ser la excepción, no la regla. Pero, en las novelas de Malraux, la inteligencia es una atmósfera, está por todas partes, en el narrador y en todos los personajes —el sabio Gisors no es menos lúcido que el policía König, y hasta el belga Hemmelrich, presentado como un ser fundamentalmente mediocre, reflexiona sobre sus fracasos y frustraciones con una claridad mental reluciente. La inteligencia no obstruye la verosimilitud en La condición humana (en cambio, irrealiza todas las novelas de Sartre) porque en ella la inteligencia es un atributo universal de lo viviente. Esta es una de las claves del "elemento añadido" de la novela, lo que le infunde soberanía, una vida propia distinta de la real.
El gran personaje del libro no es Kyo, como quisiera el narrador, quien se empeña en destacar la disciplina, espíritu de equipo, sumisión ante la dirigencia, de este perfecto militante. Es Tchen, el anárquico, el individualista, a quien vemos pasar de militante a terrorista, un estadio, a su juicio, superior, porque gracias a él —matando y muriendo— se puede acelerar esa historia que para el revolucionario de partido está hecha de lentas movilizaciones colectivas, en las que el individuo cuenta poco o nada. En el personaje de Tchen se esboza ya lo que con los años sería la ideología malrauxiana: la del héroe que, gracias a su lucidez, voluntad y temeridad, se impone a las "leyes" de la historia. Que fracase —los de Malraux son siempre derrotados— es el precio que paga para que, más tarde, su causa triunfe.
Además de valientes, trágicos e inteligentes, los personajes de Malraux suelen ser cultos: sensibles a la belleza, conocedores del arte y la filosofía, apasionados por culturas exóticas. El emblema de ellos es, en La condición humana, el viejo Gisors; pero también es de semejante estirpe Clappique, quien, detrás de su fanfarronería exhibicionista, esconde un espíritu sutil, un paladar exquisito para los objetos estéticos. El barón de Clappique es una irrupción de fantasía, de absurdo, de libertad, de humor, en este mundo grave, lógico, lúgubre y violento de revolucionarios y contrarrevolucionarios. Está allí para aligerar, con una bocanada de irresponsabilidad y locura, ese enrarecido infierno de sufrimiento y crueldad. Pero, también, para recordar que, en contra de lo que piensan Kyo, Tchen y Katow, la vida no está conformada sólo de razón y valores colectivos; también de sinrazón, instinto y pasiones individuales que contradicen a aquéllos y pueden destruirlos.
El ímpetu creativo de Malraux no se confinó en las novelas. Impregna también sus ensayos y libros autobiográficos, algunos de los cuales —como las Antimemorias o Les chenes qu'on abatAquellos robles que derribamos)— tienen tan arrolladora fuerza persuasiva —por la hechicería de la prosa, lo sugestivo de sus anécdotas y la rotundidad con que están trazadas las siluetas de los personajes— que no parecen testimonios sobre hechos y seres de la vida real, sino fantasías de un malabarista diestro en el arte de engatusar a sus semejantes. Yo me enfrenté al último de aquellos libros, que narra una conversación con De Gaulle, en Colombey les-deux-Églises, el 11 de diciembre de 1969, armado de hostilidad: se trataba de una hagiografía política, género que aborrezco, y en él aparecería, sin duda, mitificado y embellecido hasta el delirio, el nacionalismo, no menos obtuso en Francia que en cualquier otra parte. Sin embargo, pese a mi firme decisión premonitoria de detestar el libro de la primera a la última página, ese diálogo de dos estatuas que se hablan como sólo se habla en los grandes libros, con coherencia y fulgor que nunca desfallecen, terminó por desbaratar mis defensas y arrastrarme en su delirante egolatría y hacerme creer, mientras los leía, los disparates proféticos con que los dos geniales interlocutores se consolaban: que, sin De Gaulle, Europa se desharía y Francia, en manos de la mediocridad de los politicastros que habían sucedido al general, iría también languideciendo. Me sedujo, no me convenció, y ahora trato de explicarlo asegurando que Les chenes qu'on abat es un magnífico libro detestable.
No hay nada como un gran escritor para hacernos ver espejismos. Malraux lo era no sólo cuando escribía; también cuando hablaba. Fue otra de sus originalidades, una en la que, creo, no tuvo antecesores ni émulos. La oratoria es un arte menor, superficial, de meros efectos sonoros y visuales, generalmente reñido con el pensamiento, de y para gentes gárrulas. Pero Malraux era un orador fuera de serie, capaz (como pueden comprobar ahora los lectores de lengua española en la traducción de sus Oraciones fúnebres, aparecida en Anaya & Mario Muchnik Editores) de dotar a un discurso de una ebullición de ideas frescas y estimulantes, y de arroparlas de imágenes de gran belleza retórica. Algunos de esos textos, como los que leyó, en el Panteón, ante las cenizas del héroe de la resistencia francesa, Jean Moulin, y ante las de Le Corbusier, en el patio del Louvre, son hermosísimas piezas literarias, y quienes se las oímos decir, con su voz tonitronante, las debidas pausas dramáticas y la mirada visionaria, no olvidaremos nunca ese espectáculo (yo lo oía desde muy lejos, escondido en el rebaño periodístico; pero, igual, sudaba frío y me emocionaba hasta los huesos).
Eso fue también Malraux, a lo largo de toda su vida: un espectáculo. Que él mismo preparó, dirigió y encarnó, con sabiduría y sin descuidar el más mínimo detalle. Sabía que era inteligente y genial y a pesar de eso no se volvió idiota. Era también de un gran coraje y no temía a la muerte, y, por ello, pese a que ésta lo rondó muchas veces, pudo embarcarse en todas las temerarias empresas que jalonaron su existencia. Pero fue también, afortunadamente, algo histrión y narciso, un exhibicionista de alto vuelo (un barón de Clappique), y eso lo humanizaba, retrotrayéndolo de las alturas a donde lo subía esa inteligencia que deslumbró a Gide, al nivel nuestro, el de los simples mortales. La mayor parte de los escritores que admiro no hubieran resistido la prueba del Panteón; o su presencia allí, en ese monumento a la eternidad oficial, hubiera parecido intolerable, un agravio a su memoria. ¿Cómo hubieran podido entrar al Panteón un Flaubert, un Baudelaire, un Rimbaud? Pero Malraux no desentona allí, ni se empobrecen su obra ni su imagen entre esos mármoles. Porque, entre las innumerables cosas que fue ese hombre-orquesta, fue también eso: un enamorado del oropel y la mundana comedia, de los arcos triunfales, las banderas, los himnos, esos símbolos inventados para vestir el vacío existencial y alimentar la
vanidad humana. -Londres, marzo de 1999.
(

miércoles, 12 de agosto de 2009

Memoria del ideal clásico

7. La memoria del ideal clásico


La historia del arte guardó a través del tiempo un valioso tesoro, un ideal fuera del tiempo. Durante siglos en Occidente fue el reino del modelo griego. Los museos, las colecciones, los anticuarios, competían por poseer una copia antigua del original griego. Si lo pensamos bien, la influencia helénica sobre el imaginario del artista occidental ha sido realmente impresionante. El caso típico fue el renacimiento italiano que marcó a fuego el desarrollo del arte europeo. La belleza estaba, por definición, fuera del tiempo.

Desde el siglo XVI al XIX la obra maestra "existía en sí". La estética aceptada establecía una belleza mítica pero relativamente precisa, que se funda en lo que se creía era la herencia griega. La obra de arte intentaba aproximarse a una representación ideal. Una obra maestra de la pintura en el tiempo de Rafael es un cuadro que la imaginación no puede perfeccionar más. Apenas se la compara a las otras obras de su autor. No se la sitúa en el tiempo sino en una rivalidad - ante la cual se subordina toda otra rivalidad - que se enfrenta a la obra ideal que sugiere. (15)

La naturaleza misma estaba celosa de Rafael, como lo revela el epitafio platonizante que ilustra la tumba del pintor en el Panteón romano:

Ille hic est Raphael timuit quo sospiti vinci rerum magna parens et moriente mori. Rafael había alcanzado la perfección. Frente a este genio todos los precursores eran aprendices. Esa convicción definía la crítica de entonces, en todas las artes. Por ejemplo, el desprecio por el "arte bárbaro" personificado en el gótico

Se prejuzgaba que el escultor gótico había deseado esculpir una estatua clásica y que si no lo había logrado era por que no sabía cómo hacerlo. (18)

Llevó siglos para destruir esta desvalorización, para reformular la cuestión estética. Malraux da un testimonio de este pasaje del "pasado dorado" y de una perfección mítica a un presente realista donde coexisten múltiples jerarquías.

En las galerías principescas Italia era la reina. Ni Watteau, ni Fragonard, ni Chardin deseaban pintar como Rafael, pero no se consideraban como sus iguales. Existía un "pasado dorado" del arte. Se entraba en la Academia de la eternidad hablando italiano, aunque se lo hablara con el acento de Rubens. Para la crítica de entonces una obra maestra era una tela que "se sostenía" frente a la Asamblea de las obras maestras... Es así que la rivalidad de las obras entre sí había sido reemplazada por la rivalidad con una perfección mítica. (16)

El artista no competía con las demás obras humanas sino con la misma Belleza. Aquella que habían develado los grandes maestros griegos. Con el tiempo, empero, cambiaron los rivales.

Pero en este Diálogo con los Grandes Muertos - cosa que, se suponía, toda obra magistral debía establecer con la parte del museo establecida en la memoria- esta parte, incluso en la declinación del italianismo, estaba hecha de lo que tenían las grandes obras en común... La reproducción va a contribuir a modificar este diálogo, a sugerir y después a imponer, otra jerarquía. (16)

De alguna forma los museos comenzaron a expandirse cuando las artes dejaron de competir contra un ideal de belleza. Ese ideal implantaba la obra maestra en el centro del museo y en un lugar crucial de la memoria.

La reproducción masiva de las obras de arte, en cambio, nos ha ayudado a descentrar el espacio, a centrifugar las imágenes y a eliminar un orden jerárquico. Si esto es verdad para el Museo imaginario cuánto más lo será para el Museo virtual. En la red digital que cubre al planeta, todo nodo se convierte en centro. Hay centenares de millones de centros y cada página de museo en internet es un atractor local de un sistema dinámico. Hacia él convergen muchas trayectorias posibles, muchas sendas, muchas rutas en el mar de internet. El diálogo aislado con la obra magistral se convierte de esa manera en una polifonía. Y no existe un director de coro. Cada visitante del Museo virtual es un agente autónomo.

André Malraux

El Significado Último del Arte

André Malraux expresado en ocasión cercana a su muerte: "Distinguí dos lenguajes que oía simultáneamente desde hacía treinta años. El de la apariencia, el de una multitud que sin duda se había parecido a lo que yo veía en El Cairo: el lenguaje de lo efímero. Y el de la verdad, el lenguaje de lo eterno y lo sagrado. El arte no revela que los pueblos dependan de lo efímero, de sus casas y sus muebles, sino de la verdad que les tocó crear. Todo arte sagrado se opone a la muerte, porque no adorna su civilización, sino que la expresa, según su valor supremo".


9. El significado último del arte

No interesa tanto la forma ni la materia de la obra de arte como su significado, su intención. Sabemos que el artista trasciende al artesano, pero que hay artesanos que son artistas genuinos, que un objeto de culto puede convertirse en una obra maestra, pero que esta no siempre será objeto de culto. Como dice Malraux

si un crucifijo gótico se convierte en estatua porque es una obra de arte, la relación peculiar de sus líneas y volúmenes - que la hacen obra de arte - es la expresión artística de un sentimiento que no se limita a la voluntad del arte. No es el hermano de un crucifijo pintado por un ateo de talento, que sólo expresa su talento. Es un objeto, es una escultura, pero también es un crucifijo. (6)

Aquí reside el gran misterio de la creación artística. Una pintura puede ser un retrato, pero además nos dice algo que, a veces, ni siquiera el propio retratado sería capaz de expresar. El artista, el grande, pone una semilla de inmortalidad en su obra. El crucifijo que menciona Malraux es doblemente eterno, como encarnación de la belleza para todos los hombres y como testimonio del sacrificio divino para el cristiano. Esa permanencia incomprensible frente a la adversidad, esa fidelidad radical de la obra tiene un valor trascendente que será percibida por todos, creyentes y no creyentes por igual.

Para el no cristiano el pueblo de estatuas de las catedrales no expresa tanto a Cristo como expresa la defensa de los cristianos, por Cristo, contra el destino. (629)

El arte refleja entonces la lucha del hombre frente a un destino implacable, la superación del caos y de la muerte. Y lo que vale para la religión cristiana se extiende a todas las demás. Las puertas del Museo imaginario se abren a un nuevo ecumenismo.

La lección de los Budas de Nara o la de las danzas de la muerte de Shiva no son una lección de budismo o de hinduismo. El Museo imaginario es la sugestión de un vasto posible proyectado por el pasado, la revelación de fragmentos perdidos de la obsesiva plenitud humana, unidos en la comunidad de su presencia invencible. (637)

Para Malraux el Museo imaginario es muchísimo más que un repositorio, que un conservatorio de reproducciones. Es nada menos que el lugar de la reconciliación del hombre con sus hermanos, el lugar de encuentro del artista de hoy con el de ayer y de mañana. Esa plenitud humana desborda la singularidad en el tiempo y en el espacio porque

Cada una de las obras maestras es una purificación del mundo, pero su enseñanza común es la de su existencia, y la victoria de cada artista sobre su servidumbre converge en un enorme despliegue, el del arte sobre el destino de la humanidad. El arte es un anti-destino. (637)

Con esta frase "el arte es un anti-destino" está todo dicho. Malraux le asigna al arte una función humanizadora que no tiene fronteras de espacio ni de tiempo. El Museo imaginario, que él imagina, es el mundo de lo posible más que de lo actual, donde la obra de arte bien podría ser un proyecto irrealizado pero jamás irrealizable. Esta idea, como vimos antes, nos abre las puertas a una "interacción virtual" con la obra de arte de todas las épocas, incluso con la obra inconclusa que logramos completar y hasta con la obra nonata que podemos dar a luz. Los museos, reales, imaginarios y virtuales, nos ayudan a establecer una nueva relación con el pasado. Cumplen por eso una función irremplazable en la civilización.

La voz del artista saca su fuerza de que nace de una soledad que apela al universo para imponerle el acento humano, y en las grandes artes del pasado sobrevive para nosotros la invencible voz interior de las civilizaciones desaparecidas. (628)

Pero el museo para Malraux no es lugar de paz sino de lucha. Es un combate por la dignidad del hombre, por su valor trascendente.

Nuestra cultura no está hecha de pasados reconciliados sino de partes inconciliables del pasado. Sabemos que no es un inventario, que la herencia es metamorfosis y que el pasado se conquista. (631)

Y los valores se confrontan con el destino, rompen los límites de la condición humana. Suponen un enorme sacrificio, una conquista cotidiana sobre las "partes inconciliables del pasado". Los valores muertos pueden revivir.

Frente al cementerio de los valores muertos descubrimos que los valores viven y mueren en relación con el destino. Como los tipos humanos que expresan los valores más altos, los valores supremos son las defensas del hombre. Cada uno siente que el santo, el sabio, el héroe, son conquistas sobre la condición humana. (631)

Los valores supremos convergen pero no se mezclan, cada uno conserva su infinita singularidad y dignidad. Están siempre ligados a una promesa, a una salvación prometida.

Los santos del budismo no se parecen, no pueden semejarse ni a San Pedro, ni a San Agustín, tampoco Leónidas a Bayardo ni Sócrates a Gandhi. Y la sucesión de valores efímeros que acompañan una civilización: la conciencia del Tao, la sumisión hinduista al cosmos, la interrogación griega, la comunión medieval, la razón, la historia, nos muestran de manera aún más clara cómo declinan los valores cuando dejan de ser salvíficos. (631)

Malraux, en definitiva, va más allá el museo como templo del arte, propone la obra maestra, excelsa expresión del valor más puro, como una obra humana que lo trasciende y lo salva, en todas las épocas.

Es el arte en su totalidad, liberado por el nuestro, con el cual nuestra civilización, la primera que lo hace, afronta al destino. (631)

El artista contemporáneo ha puesto su objetivo final en la creatividad y reconoce este valor supremo en todas las culturas. Por esa razón

Somos nosotros y no la posteridad quienes revelamos un tesoro de siglos, desde que la creación se ha convertido para nuestros artistas en el valor supremo. Somos nosotros quienes arrancamos el pasado viviente del pasado de la muerte. (631)

Así como el arte es propiamente dicho es un "anti-destino", también

La historia en el arte tiene un límite que es el mismo destino puesto que no actúa en absoluto sobre el artista porque suscita clientelas sucesivas sino porque cada época implica una forma de destino colectivo y la impone a quien lucha contra él. (633)

Se está gestando de esta manera una cultura artística universal por primera vez en la historia, cuyos fundamentos son los mismos cimientos del Museo imaginario.

La primera cultura artística universal, la que va sin duda a transformar el arte moderno por quien ha sido orientada hasta ahora, no es una invasión sino una de las conquistas supremas de Occidente. (638)

En este fin de milenio nos reconocemos como los herederos de la grandeza de todas las culturas.

Si la calidad del mundo es materia de toda cultura, la calidad del hombre es su objetivo. Es ésta calidad que la hace no una suma de conocimientos sino una heredera de grandeza. Y nuestra cultura artística, que sabe que no se puede limitar al afinamiento más sutil de la sensibilidad, tantea las figuras, los cantos y los poemas que son la herencia de la más antigua nobleza del mundo, porque se descubre hoy como su única heredera. (638)

No importa que esta presencia del artista sea indiferente al universo de las cosas, la obra de arte es un don hecho al hombre.

Sin duda para un creyente este largo diálogo de las metamorfosis y de las resurrecciones se une a una voz divina porque el hombre no deviene hombre sino cuando persigue su parte más elevada. Pero también es bello que el animal que sabe que debe morir arranque a la ironía de las nebulosas el canto de las constelaciones y que lo arroje al azar de los siglos a los que impondrá palabras desconocidas. (639)

Muchas veces la meditación ante la obra de arte puede ser motivo de una profunda conversión espiritual. Hay muchos testimonios sobre esta metánoia. Uno de las más recientes y conmovedores está narrada en el libro de Henri J. M. Nouwen El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt9. La historia comienza en un Museo imaginario y culmina en el Hermitage. "Un encuentro aparentemente insignificante con una reproducción representando un detalle de El regreso del hijo pródigo de Rembrandt hizo que comenzara una larga aventura espiritual que me llevaría a entender mejor mi vocación y a obtener nueva fuerza para vivirla. Los protagonistas de esta aventura son un cuadro del S. XVII y su autor (Rembrandt), una parábola del siglo I y su autor (San Lucas, 15, 11 -32) y un hombre del siglo XX en busca del significado de su vida". Nouwen, sacerdote holandés y profesor en Harvard cuenta su primer contacto con esta obra maestra a través de un afiche en colores. "Vi a un hombre vestido con un enorme manto rojo tocando tiernamente los hombros de un muchacho desaliñado que estaba arrodillado ante él. No podía apartar la mirada. Me sentí atraído por la intimidad del hombre, el cálido rojo del manto del hombre, el amarillo dorado de la túnica del muchacho, y la misteriosa luz que envolvía a ambos. Pero fueron sobre todo sus manos, las manos del anciano, la manera cómo tocaban los hombros del muchacho, lo que me trasladó a un lugar donde nunca había estado antes". Ese detalle destacado en una reproducción encontrada por casualidad, en un cartel colgado en una pared desencadenó un rosario de eventos que llevó al autor a San Petersburgo, donde pudo contemplar, durante horas, el original de la obra genial, una de las últimas de Rembrandt, su compatriota. Nouwen confiesa "me acerqué a El regreso del hijo pródigo de Rembrandt como si se tratara de mi propia obra: un cuadro que contenía no sólo lo esencial de la historia que Dios quería que yo contara a los demás, sino también lo que yo mismo quería contar a los hombres y mujeres de Dios. Este cuadro se ha convertido en una misteriosa ventana a través de la cual puedo poner un pie en el reino de Dios".

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Figura 4

La ventana abierta por la obra de arte se abre decididamente al mundo del espíritu

¿Qué importa Rembrandt a la deriva de las nebulosas? - se pregunta Malraux - Pero es el hombre lo que los astros niegan y es al hombre a quien habla Rembrandt. En el atardecer cuando Rembrandt todavía dibuja, todas las sombras ilustres, y aquellas de los dibujantes de las cavernas, siguen con la mirada la mano dubitativa que les prepara su nueva sobrevida o bien su nuevo sueño. Y esta mano, cuyo temblor en el crepúsculo acompañan los milenios, tiembla con una de las formas secretas, una de las más altas, aquella de la fuerza y del honor de ser hombre. (640 )

Así concluye Malraux su libro y al salir de su Museo imaginario nos franquea generosamente las puertas del Museo virtual10 del siglo XXI para que compartamos con nuestros hermanos el honor de pertenecer a la familia humana.

sábado, 1 de agosto de 2009

Identifican la parte del cerebro que causa la genialidad artística


La teoría se basa en que cuando una zona cerebral en particular no trabaja

en forma apropiada, otra "destapa" sus habilidades.

Científicos estadunidenses y australianos identificaron la parte del cerebro que puede dar origen a los genios artísticos. El descubrimiento se hizo después de realizar estudios a personas que padecen autismo y demencia.

Se estima que esta clase de genios son muy poco frecuentes, al grado de que se piensa que sólo exisen 25 en todo el mundo.

En pruebas recientes, cinco voluntarios encontraron que sus habilidades mejoraron después de que un área particular del cerebro fue "apagada".

Ahora, dos científicos identificaron el área del cerebro que puede ser la llave de la explicación.

Bruce Miller, especialista en demencia de la Universidad de California, encontró que algunos de sus pacientes desarrollaban talentos artísticos.

Después de realizar un barrido electrónico en sus cerebros, encontró que esa misma parte del cerebro la tenía dañada un estadunidense de nombre Dane Bottino, que es un genio artístico de 11 años de edad.

Por su parte Allan Snyder, profesor de la Universidad Nacional Australiana, también investigó por qué los eruditos tienen talentos impresionantes cuando presentan problemas severos en otros sentidos.

Snyder afirma que toda la gente puede llegar a penetrar a esa parte del cerebro.

Su teoría se basa en que cuando una parte específica de ese órgano no trabaja en forma apropiada, otra área "destapa" sus habilidades. Identifican la parte del cerebro que causa la genialidad artística.